El meollo del asunto

No sé bien cuándo empezó…Tampoco me acuerdo de cómo. Ah no, sí, a ver…creo que fue por sentirme como una retardada mental cada vez que tenía que preguntar de qué se reían todos. Me encantaría mentir descaradamente y decir que no me reía porque no me daba gracia, pero la verdad no me da el rostro. Simplemente, no me llegaban los chistes. Esta rara modalidad de marginación social se convirtió pronto en una gracia para todos los compañeritos de clase, muy entusiasmados ellos por mi risa de Enana Feudale que brotaba desde el fondo aprox. 7 minutos después de que el vivo había cumplido con su rol de payaso por el día. El típico comentario “A ella los chistes le llegan en diferido” me dio gracia las 3 primeras veces. Hasta que me hartó.

Cansada de ser la idiota a la que nunca le llegaban los chistes a tiempo, me calenté y mandé todo ese humor de mierda, precisamente, a la mierda. Me dediqué, en cambio, a disfrutar de un humor propio. Ese humor que es raro, pero auténtico; complicado, pero inteligente y sobre todo, especial, porque muy pocos lo comparten. Queridos lectores, el humor al que me refiero no es ese que se ríe del chiste cagado, sino de la cara del pelotudo que lo cuenta; no es ese que requiere ser explicitado para ser exitoso, sino el que con una sola mirada de tu amiga más zángana (Copyright) se manifiesta en carcajadas que te cortan la respiración; no es ese que apenas merece un jaja del MSN, sino el
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que te obliga a parar de escribir e inmediatamente aclarar “Me estoy muriendo” a tu amiga del otro lado de la PC. El humor al que me refiero no se pierde entre el eco unísono de una masa uniforme, sino que repica en las paredes y vuelve intacto a tus oídos. Porque este humor nace de la sensación de ser la única que se ríe, en un silencio sepulcral, mientras Rob Schneider se sigue cayendo de las escaleras después de 10 minutos en Este cuerpo no es mío.